La escuelita del horror
Es de madrugada. Un auto frena. Se detiene. El motor se apaga. Los camuflados descienden. Sus casas son vulnerables, derriban sus puertas. Destrozan. Los golpean. Los atan con cables de pies y manos. Les vendan los ojos. Los llevan por la ruta. Los arrastran. Los escupen. Los picanean. Los laceran. Les arrebatan el nombre y el apellido. Les colocan un número en el cuello. Los desgarran, los matan, los desparecen. Pero no a todos.
Aula de la Escuelita de Famaillà. Primer Centro de detenciòn y tortura de país. |
Frías
aulas de oscuridad y dolor fueron testigos, cómplices. Húmedas paredes dueñas
de llanto y desdicha. Maderas hinchadas de pesar. Vidrios incompletos buscan su
par. Su identidad. El firme y herrumbrado tejido de alambre que cercaba el
predio marcó el principio y el fin. Eso. El fin.
En
la zona Sur de Tucumán, a 36 km de la capital, una escuelita rural fue la
pionera del horror. Prueba piloto de la tortura y la represión. Se convirtió en
el primer Centro
Clandestino de Detención (CCD) del país en 1975. Espacio que silenció más de dos
mil voces. Almas. Sueños. Arrebató la lucha por los derechos del pueblo y el
ansia de la libertad de expresarse, de la necesidad de instalar la justicia
social. Una cárcel del miedo que ejecutó sin perdón, que desgarró la piel
curtida del obrero. Destruyó el pensamiento del estudiante, del docente, del
empleado. Prisión que sentenció las ideas. Epicentro macabro que congeló la
mano del artista, cosió la boca del periodista y secó la tinta del escritor. Que
mató la decisión y puso persianas a la luz del sol.
Un
año después de su creación a Mecha y a su familia los despistarán, les avisarán en una
suerte de engaño y desvío de la información, que su hermano está en una de esas
agrietadas y heladas habitaciones. Que se lo llevaron a Famaillá, que está ahí, que está vivo.
***
La textil Escalada abrió sus ojos en Los Ralos bajo el frío del mes de Julio de 1967 de la mano del empresario
y ex presidente de la UIA, Unión
Industrial Argentina, Raúl
Lamuraglia; tras el abrupto cierre de los ingenios incluido el homónimo del
lugar en 1966. Los antes azucarados depósitos, altos, ensanchados y con un arco
en forma de semicírculo en su entrada esperaban a sus empleados como cada día,
entre ellos a Enrique Lisando Díaz. Alto,
flaquito, morocho, en una especie de ritual cotidiano preparaba sus pantalones
botamangas anchas, estirados, bien planchados. Camisa tizada por dentro. Campera
amarronada al tono y su cabello en
perfecta caída hacia la zona del cuello. Esas ondas chocolates que su familia
no ha de olvidar.
Isauro, como le decían en su casa, tenía una
necesidad. Perseguía una causa que lo impulsaba a preservar la vida del
compañero más que a la suya. La hilandería estuvo llena de altibajos que
golpearon a la clase obrera ejecutando despidos injustificados y meses sin el cobro de los salarios. Hechos
desafortunados que desencadenaron en diversas huelgas, y él las presidía como
ningún otro.
No comprendía las
desigualdades. Quería que la gente del campo acceda a una vivienda digna. A un
resarcimiento justo por lo entregado. No concebía que un niño esté en el
cañaveral descalzo, con los dedos marcados y enrojecidos, con las manos
adornadas de ampollas que quemaban como ácido. Debía estar en la escuela,
frente a la pizarra, no cortando la caña.
Sus pares lo
veían como a un líder, siempre dispuesto a ayudar, a estirar la mano a quien la
necesitara. Peronista de alma, amante incondicional de María Eva
Duarte de Perón, Evita. Por lo que no fue casualidad que su hija
llevara ese nombre. En el registro civil no le aceptaron el diminutivo con el
que él soñaba. Sus ideales lo colocaron en la dirigencia y desde ese momento
solo persiguió un fin: el derecho del trabajador.
En 1973 la
fábrica abandonó el funcionamiento de órbita privada y se proclamó su
expropiación. Se reabrió en un ámbito estatal y los obreros raleños la
volvieron a sentir como propia. Pero tres años después todo se volvió silencio
y oscuridad. Los hilares tiñeron de un rojo espeso las luchas colectivas. Los
sueños. Para los uniformados, La
Escalada, era un nido de subversivos y la explotación laboral y el maltrato
latigaron las ilusiones.
En la madrugada
del 9 de Octubre de 1976, Lisandro volvió de una larga jornada
que lo obligó a una caminata más pesada que de costumbre. Sus zapatos besaron
lentamente el césped como si no quisieran atravesar los caseros barrotes que
rodeaban su propiedad. Se sentó en la silla de siempre y colocó sus pies en
agua con sal. Mientras se disolvía el sodio en su cansancio. Dejó sus ojotas al
costado del tacho e intentó cerrar los ojos cuando la sorpresa le paralizó la
voz. Le desentrañó las ideas. Le abortó la razón. Treinta años que no volvieron
a sentir la libertad. Botines, armas y uniformes derribaron la puerta y se lo
llevaron. Años después su ex mujer, Ana
Lía Rojas, revelará que los militares lo pusieron en un auto, que estaban
encapuchados y que ella cayó al suelo boca abajo, estando embarazada.
***
La escuelita
primaria Diego de Rojas levantó sus
cimientos en un descampado alfombrado de amarillento y verdoso pastizal entre
1972 y 1974, pero recién se inauguró como residencia de la educación en 1978.
Desde 1975 al golpe de estado del 24 de Marzo de 1976, sus instalaciones fueron tormento y
exterminio de hombres y mujeres perseguidos en el marco de un plan sistemático
de despojo y torturas. A partir de su embrionaria modalidad clandestina, Tucumán dio a luz a un rápido
crecimiento de estructuras similares: La
Jefatura de Policía, la Brigada de
Investigaciones y la Compañía de
Arsenales “Miguel de Azcuénaga”, el Comando
Radioeléctrico, el Cuartel de
Bomberos y la Escuela de Educación Física, en la capital. El Reformatorio y
el Motel, las comisarías de Famaillá y Monteros, los ex ingenios Nueva
Baviera, Lules y Santa Lucía, Chimenea de Caspinchango y La
Fronterita.
De pequeñas e
improvisadas casas o sótanos bien ocultos los operativos mutaron a lo grande e
incluso algunos con alambrados de púas, perros, helipuertos y torres de
vigilancia. A la espera de un enemigo que no contaba ni siquiera con la
capacidad de defenderse. El supuesto traslado de los prisioneros se hacía de
los espacios más chicos a los más grandes. Mudanzas que no pudieron dar cuenta
de su existencia. Porque muchos de los que atravesaron las corroídas puertas no
volvieron a ver el rostro de sus familias ni de sus amigos. No volvieron a
escuchar su canción favorita ni a degustar su comida preferida.
En Famaillá como en los otros Centros Clandestinos de Detención había
un factor común. No solo en el perfil de sus cautivos sino en los elementos de
tortura. La picana eléctrica. Se trataba de un teléfono de campaña a pilas que
al dar vueltas ejecutaba descargas. El voltaje variaba según la velocidad. Así
los recibían. A los sacudones de corriente y dolor. El ex gendarme, Antonio Cruz no negó lo que sucedía en
su testimonio ante la CONADEP (La Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas).
- Llegaban a la escuela en autos particulares
acostados en el piso o en el baúl y si alguno moría se esperaba a la noche y se
los envolvía con una manta del ejército.
Envoltura que los hizo invisibles. Que les
borró la sonrisa. Que les tapó el aire. Que los desapareció.
***
Ana Mercedes Díaz, “Mecha”,
como se la conoce en el barrio, vivió la desesperación a temprana edad. Con
diecisiete años enfrentó el horror. De los cálidos abrazos de su hermano pasó a
la pena hecha carne. Porque su corazón se detuvo en esa madrugada del 9 de
Octubre de 1976. No recuerda quien se lo dijo pero esas palabras se
inmortalizaron en su pecho.
- Se lo llevaron al Isauro.
Corrió desesperada, con un gusto amargo en la
boca y los latidos a contramano. Doce espesas cuadras que se hacían cada vez
más lejanas, esas que la separaban del Barrio
Ex Ingenio Los Ralos. Esas que la acercaban al dolor.
Cuando llegó
estaba Ana Lía Rojas sentada afuera
con la mirada pérdida. Una ojota de su esposo había quedado tirada. Allí
confirmó lo peor. A Lisandro se lo habían arrebatado un grupo de verdosos
sanguinarios. Lo obligaron a subir al auto. Mismo vehículo en el que horas
después secuestrarían a sus compañeros Domingo
César Díaz y al “Flaco” Domingo Paz.
A ella le habían apuntado por la espalda y la arrojaron al piso. Estaba
embaraza. Días después perdió el bebé.
Mecha intentó hacer
oídos sordos a las declaraciones que le quitaron la voz y entró a buscarlo. Ingresó
a la habitación y después de inspeccionar por toda la casa lloró. Lloró con
todas sus fuerzas. Y gritó. Gritó por todo lo que su hermano no pudo gritar.
Gritó como si fuera la última vez que tendría aire en sus pulmones.
Así comenzó la
agonía diaria. La espera incansable. Con
su otro hermano Rubén buscaron por
todos lados. Entre la gente, en la calle. Tenían la esperanza de encontrarlo.
Un día les dijeron que estaba en Famaillá,
en la escuelita. Llegaron pero no había rastros de él o al menos eso es lo que creyeron.
No hubo segundo
alguno en el que no dejaron de pensar si estaba bien, si pasaba hambre, frío,
necesidad o temor. Y esa incertidumbre quemaba. Mataba lentamente. Llegaron
hasta la Jefatura y la Brigada pero escuchaban una y otra vez.
__Aquí no hay ninguna porquería.
Porquería que a
la familia Díaz le devolvería la
calma, la tranquilidad, el sueño y la felicidad. Porquería que vivía, sentía, que tenía vida.
Porquería que lejos de serlo era un ser humano. Porquería que luchaba y buscaba
igualdad.
El maltrato en la
insaciable búsqueda no tuvo reparo hasta que treinta y cuatro años después de
la desaparición, Juan Carlos, el “Perro” Clemente,
ex militante y policía, destapó la lista que por días y noches mantuvo en
desesperación a los familiares de los desaparecidos. Recién ahí se enteraron
que a su Isauro lo tenían en la
Jefatura.
***
En Junio del 2013 la escuela Diego de Rojas conoció otro paisaje. Se
trasladó a un nuevo edificio en las cercanías del ex Centro Clandestino. En ese mismo año declararon a la “Escuelita de Famaillá” Espacio para la Memoria
y la promoción de los derechos humanos. El 2 de Diciembre de 2015 se abrieron de modo oficial las puertas y permitió
a los sobrevivientes reconstruir su pasado. Identificar escenarios. Volver al
dolor para cambiar el presente. Ahí, en ese armado de nuevos rompecabezas,
ellos reconocerán la entrada. La primera aula. Las ocho en hileras destinadas a
la represión. Los precarios baños. Al final, la sala de tortura.
Con los ojos
brillosos y húmedos, una víctima que regresó del infierno se aprieta los nudillos,
cruza los dedos, tiene en la mirada tanta historia, tanto dolor, tanta hambre
de justicia. Empapado de nostalgia y con la voz entrecortada suspira. Lo
secuestraron dos veces, la segunda duró 28 días. Lo llevaron a la escuelita de Famaillá con su hermano. Solo él pudo volver. Su mamá murió en la lucha
esperando.
***
Cuando Mecha recuerda a Lisandro su semblante toma otro color. Sus cuerdas vocales se
agudizan y por momentos se interrumpen. Necesitan parar. Llevarse al silencio.
Pero escribir la calma. La ayuda a exteriorizar todo lo que ahoga su pecho.
Todo el sufrimiento que dejaron los años más oscuros del país. El papel y el
lápiz le dan fuerzas. No dejó su lugar de nacimiento, su casita, la número 31
que permanece en el Barrio Belgrano de
Cruz Alta con las rejas firmes en la manzana B. Enciende la lamparita de su
mesa de luz y acerca una cajita de cartón. El brillo en sus ojos lo dice todo.
El contenido de ese tesoro rectangular tiene que ver con su hermano. Se coloca
los anteojos y levanta la mirada. En el mes de su cumpleaños por fin lo
encontraron. La noche anterior lo había soñado. Lo sentía cerquita como si
jamás se lo hubieran arrebatado.
Se sienta en la
cama, en la zona de los pies, abre la cajita y muestra unos papeles. Sus manos
temblaban porque en esos documentos se revelaba lo que tanto habían esperado. El
10 de Febrero de 2014 el informe de Sofía Egaña y Mercedes Salado Puerto del Equipo
Argentino de Antropología Forense cerró el círculo que por años los
paralizó.
Mercedes vuelve a leerlo, se toma su tiempo. Con la
misma ansiedad, como si fuera la primera vez. Entre un lejos de admiración,
tristeza, calma. Los resultados genéticos de la muestra ósea encontrada en el Pozo
de Vargas
(construcción utilizada para la inhumación clandestina), es compatible un 99.99
% con las características de los hijos de Lisandro, Eva del Valle y Alfredo
Enrique y las de su hermano Rubén
Nicolás Díaz.
De la pieza que
encontraron pudieron revelar que era él. El ADN es increíble. El equipo Argentino de Antropología Forense y el
CAMIT (El Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán) pueden con
la ciencia librar una batalla contra la historia macabra y devolver identidad a
aquellos que aún esperan reencontrarse con su amor perdido.
Se saca los
anteojos, los acomoda encima del informe y mira detenidamente una foto de su
hermano mientras seca de sus mejillas, los cristales que la besan por el
recuerdo. Por el pasado. Por el presente. Era muy cariñoso con ella. De viernes
a domingo se internaba en su casa. Eran muy unidos. Su sonrisa es lo que más
extraña. Esa boca ancha, grande. Y esa blanca dentadura que hacía casi
imposible no imitar su gesto. No reír con él. Y fue eso lo que quiso el destino,
la fatalidad o la desdicha. Porque del Isauro se rescató sólo una pieza impar.
Cartilaginosa. Plana. Su mandíbula. Y muy pequeño casi escondido, un segundo
premolar. Si, todavía conservaba un diente. Si, todavía más allá de la muerte
quería que no se olvidaran de su voz. De sus labios. De su dolor.
Eso bastó para
identificarlo. Les dijeron que podían hallar más rastros. Más personas. Si,
personas. Personas sumergidas en esos oscuros y gigantes metros sin fondo.
Donde neumáticos y aceites encendidos no pudieron borrar las marcas del horror.
Se queda unos
minutos en silencio. Piensa. Añora. Atesora los momentos vividos. Suspira.
Apoya la cajita en sus piernas. Busca y busca hasta que por fin encuentra un
cartel bien dobladito en cuatro partes simétricas, perfectas. Es un papel
afiche blanco con una imagen pegada en el medio acompañada de una frase escrita
a mano con felpón negro y letra de molde.
“Gracias Néstor por Memoria, Verdad, Justicia.
Gracias Cristina por la justicia
social”.
Mecha tiene un
héroe de carne y hueso. Entre lágrimas repite una y otra vez que gracias a Néstor
Kirchner pudieron perder el miedo porque condenó a los asesinos, violadores
y genocidas. Porque luchó por ellos, por los pobres, por el pueblo y la Industria Nacional.
Contempla el
cartelito hecho con tanto amor. Mira la foto de Cristina Fernández de Kirchner, la roza con sus dedos que no dejan
de temblar y una tierna sonrisa cubre su rostro. Como si en medio de tanto
dolor existiera algo de paz. De esperanza. De calma.
Se pone de pie,
se coloca encima de su blusa la remera con la que la lucha es insaciable. Es
toda blanca, en el centro está el semblante risueño de su Lisandro. La acomoda
con cuidado para que se vea bien. Se dirige al ante baño, busca un peine,
estira su ondulado cabello y con gran nostalgia señala hacia la esquina de su
casa. Hacia la placita, hacia el monolito en donde lo recuerdan cada 24 de
Marzo.
***
Luis Adolfo Holmquist militó con 20 años en la UES, la Unión de Estudiantes
Secundarios y la zona Sur lo abrazó. San
Cayetano lo cobijó siempre en los recuerdos. Su conducción y aporte a los
barrios carenciados a tan temprana edad lo distinguieron. Sus ideales y
valentía le bordaron en las venas un peronismo que defendía a todo o nada. Un
pensamiento diferente hacia una patria libre y soberana que se apagó un 29 de Mayo de 1976. Eran las 3 de la mañana
cuando destrozaron todo. Consumieron hasta la comida de la heladera. No solo se
llevaron a Luisito, el más chico, también a Enrique.
Sara mira para todos lados buscando una
explicación. No puede creer por lo que pasaron sus hermanos. Su cabellera nevada
y sus grandes ojos azules muestran el cansancio de sobrevivir a los peores
años. Mira la foto de Luis que luce firme en un aparador al costado de la mesa
del comedor y con una sonrisa en la boca
levanta la mirada. La noche anterior había hablado con él. Le manifestó su
temor de que algo le pasara. Pero él todo distendido le dijo que se quedara
tranquila, que a lo sumo lo llevarían una semana. La semana más larga de su
historia. Más triste. Más dura. Su mamá estaba enloquecida porque no lo
encontró y murió con eso. Enrique volvió de Famaillá, todavía tiene pesadillas.
Agarra un vaso,
un leve temblor en sus manos no le evita destapar la soda, se sirve, toma un
poco, suspira y sigue escarbando en los recuerdos. Su domicilio en calle La Plata 1439, en Villa Alem, fue el último lugar en donde lo vio. A partir del
momento en el que se lo llevaron, la casa no volvió a ser igual. Su madre, Irma, no pudo con la carga, con la desesperación,
con el dolor. Por años preparó la comida y
la sirvió en la mesa. Lo esperó. Nunca dejó de hacerlo. Salía al patio,
le decía que baje del techo. Después, cuando caía en la realidad, dormía en el
suelo. Decía que seguramente él estaba tirado en el piso, entonces ella también
lo hacía. Dejó de comprar helado porque a él le gustaba y lo mismo pasó con las
milanesas. Fue terrible el día a día. Se
la Escuchaba llorar, llamar, buscar…
Mientras los
fatídicos sucesos la inundan toma un mate, hace pausas, su hija Sonia corrobora el terrorismo. Era muy
chica y su abuela la llevaba a un montón de lugares. Había otras señoras que
también buscaban a sus hijos. Las recuerda con unos tapados marrones y le decía
a su mamá que se disfrazaban de osos. Una en particular, iba más seguido y
cuando llegaba solo repetía que iba a llorar con ella. Estuvieron en tantas
partes. Los yuyos le llegaban a los hombros. Muchas veces le raspaban la
carita. No hubo rincón donde no hayan buscado o esperado. Con los años trató de
cerrar capítulos y entender muchas cosas.
Sonia tiene los mismos ojos cielo de su madre y el
semblante idéntico al hablar de los momentos más grises de sus vidas. Se agarra
su rubia cabellera y mira a su hija que se acerca a sacar una galletita. Una
mirada que lo dice todo. No logra concebir como su abuela resistió tantos años
a la lucha. A la búsqueda. Al ayuno. A las largas horas de pie. A las amenazas
que recibía en cada centro al que iba en busca de información sobre el paradero
de su hijo.
Sara también trata de encontrar explicaciones. “Fue un asesinato al peronismo”, enuncia
con la voz pausada. Ya más lenta. Se refriega los ojos colorados y vidriosos.
__¿Sabés las navidades que la llamaban a mi
mamá y le decían apagá todo que ahora lo dejamos a tu hijo en la esquina, pero
apagá todo sino no lo ves más?
La estudiante
avanzada de medicina estuvo a solo un pasito de terminar sus estudios, pero la
abrupta desaparición de su hermano y el penar cotidiano de su madre le arrebató,
entre tantas cosas, ese sueño. Luis tenía amigos militantes y ella los curaba.
Llegaban mal heridos y allí siempre encontraban ayuda. A la casa la tenían
fichada. Ya sabían que estaban ahí. La tenían marcada.
El seguir desentrañando
trae tristeza. Impotencia. Sed de justicia. Irma Holmquist no cesó
jamás su búsqueda y fue una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo en la provincia. Para un día de la madre de
1977, acompañada de otras luchadoras, Naty
Ortíz, Nélida Bianchi, Marina Cruia, “Pirucha” Campopiano y Sara
Ponce encabezaron la primera marcha para descubrir dónde estaban sus hijos.
Una lenta caminata que nació en la Iglesia
de Fátima hasta el Monumento a la
Madre en el Parque 9 de Julio.
Sara continuó marchando en lugar de su mamá. Es Vicepresidenta de Madres en Tucumán. Luis fue como un
hijo para ella porque era el más chiquito. El más mimado. El consentido. Su
bebé.
El horror tuvo
nombre y apellido. Tuvo caras. Tuvo responsables. Enrique sabía que no volvería a ver a su hermano cuando lo soltaron
en la “Escuelita”.
__“A vos te dejamos en libertad pero de tu
hermano olvídate, no lo vas a ver más”.
Y así fue. Mientras
trae a su memoria sus días de encierro, la resistencia. El recuerdo de Luis.
Todo duele. Todo desgarra. Todo lastima una vez más. El paso del tiempo tiñó
con un grisáceo tinte sus momentos. Cruza las manos golpeadas por lo vivido, por un reloj que no
se detuvo. Aprieta sus nudillos. Respira profundo. Pausa y añora.
***
En la “Capital
Nacional de la Empanada”, en la esquina hay una iglesia, al frente una baranda
que encandila con su reciente pintura fresca. Blanca. Viva. Obligando a detener
la mirada. Allí en la intersección de Bartolomé
Mitre y Matienzo se mantiene de
pie la Escuelita de Famaillá.
Bicicletas, motos y autos circulan en modo constante por el pavimento de la
ciudad, a tres cuadras de la zona céntrica.
De una sede de
comando de operaciones de las fuerzas policiales y militares y del Operativo Independencia a un espacio
para la memoria. Para la defensa de los derechos humanos. Un alambrado imantado
de mariposas la recubre. Allí se esconden historias, un fuerte pasado pero por
sobre todo futuro. Resulta imposible no detenerse a contemplar los diversos
elementos multicolores que adornan la entrada y cada rincón para rendir
homenaje a los 30.000 desaparecidos. Cartulinas, goma eva, brillantina, papel
crepe, afiches. Y esto no es fruto del azar. Para los pueblos originarios de América Latina eran guerreros. Los aztecas
sostienen que cada vez que un hombre muere en la lucha se convierte en mariposa
y así continua acompañando a sus pares en la batalla. Su esencia permanece y
nunca los abandona. Nunca muere. Resiste. Sobrevuela.
El ingreso es
lento, cauto. Se escucha a lo lejos uno que otro cantar de los pájaros. Una
placa anuncia que por decreto n° 2243/15 el espacio es un lugar histórico
nacional, presidencia Cristina Fernández
de Kirchner. A la par un estandarte: “Los crímenes de lesa humanidad no
prescriben, nunca más terrorismo de estado”.
Una vez adentro,
la cabeza se va a miles de momentos, situaciones, testimonios. El recorrido es
tan similar al escuchado por los sobrevivientes. La primera aula es una oficina
administrativa, a su salida hay dos baños, los mismos que habían sido el
escenario de humillaciones y torturas. Ya no están las letrinas en hileras sin
agua pero destilan memoria. Gritos. Piedad. Las víctimas entre sollozos y
clemencia solicitaban permiso a los guardias para usar esa especie de sanitario
pero la autorización nunca llegaba. Recibían una golpiza. Brutal. Violenta. Que
los imposibilitaba hasta de caminar, se hacían sus necesidades en sus ropas, o
en alguna lata que encontraban en las
aulas. El aseo no existía, tampoco el perdón. El respeto a la vida. El derecho.
No sé si había un Dios en esos
momentos. Aún me lo pregunto. La humillación era frecuente. Los ubicaban en
filas, desnudos. El objetivo era exhibirlos, exponerlos, vejarlos. La tropa lo
disfrutaba.
Al voltear la
mirada están en “filita” las ocho habitaciones que la historia quisiera no
tener. Una a la par de la otra con un cartelito: “Acceso restringido, área de
conservación”. Pintura saltada, tubos fluorescentes sin luz, madera hinchada y
agujereada, y fieles pizarrones testigos del exterminio y el horror. Techos de
chapa oxidados y ventanas incompletas cerradas. Vidrios rotos. Sueños
devastados. Gritos silenciados.
María Coronel, hija de José
Carlos Coronel, militante asesinado el 26 de Septiembre de 1976 y de María
Cristina Bustos, secuestrada y desaparecida el 14 de Marzo de 1977, acompaña la caminata. Revela en cada espacio lo que
se vivió y representó en el pasado. Los tenían separados a los hombres de las
mujeres, pero las violaciones y los abusos sexuales se dieron en todas las
formas posibles. Gracias a los sobrevivientes se pudo sacar a luz todo por lo
que pasaron. Y aun así resistieron. Volvieron a la “Escuelita” y reconstruyeron
el horror de lo que vivieron. Tenían que hacerlo para poder cerrar de cierto
modo su pasado. Luis Ortíz, también
sobreviviente, hoy por hoy, asiste al espacio porque desea hacerlo, porque en
su historia hay mucho dolor pero también necesidad de contarle al mundo lo que
vivió el país. Y por sobre todo lo que pasaba en ese pueblo.
Al llegar a la
última aula, la energía se apaga. Hay un clima diferente. Sus ojos, su voz. Su
porte. Es la sala de torturas. Un charco de agua que dejó la lluvia de la noche
anterior no deja acercarse, como si miles de lágrimas brotaran debajo de la
tierra. Cadenas con herrumbre refuerzan el candado que cierra la doble puerta verdosa
de madera. Ya despintada en muchos sectores y dañada por el paso del tiempo. En
su interior existió la violencia y el abuso. Sin reparos. Sin límites. No había distinción de edad ni género. El
embarazo de las mujeres cautivas tampoco era impedimento. Picaneaban sus
vientres, sus extremidades, sus cuerpos completos. No había parte alguna que no
esté dañada.
Muebles y
elementos deteriorados fueron fieles testigos de esa picana que generaba
convulsiones. De esa cuchara que calentaban a más no poder y apoyaban en los
labios de los prisioneros. De esos cortes que hacían en los pezones de las
mujeres para hacerlas sangrar. De esas salivas que se escurrían por el cuello
suplicando por la vida, o por la muerte. De esas manos lastimadas por el cable
que ceñía. De esas pieles marcadas. De ese frío que les calaba los huesos por
el agua helada que les arrojaban en sus torsos desnudos. De esas reiteradas
violaciones. De ese calvario. De ese infierno.
María sigue caminando. Se acomoda los lentes y pasa
por detrás de su oreja partecita de su cabello que pelea con la gravedad. Corto
y brilloso. Color café. Señala las nuevas construcciones y la mezcla de colores
cálidos y fríos conviven en un mural especial. El retrato de Hilda Guerrero de Molina, militante de FOTIA, asesinada por la policía en una
manifestación contra el cierre de los ingenios azucareros de 1967. El rostro de
la lucha se inmortaliza en la pared. El artista Cesar Carrizo plasmó y expresó con pintura todo ese pesar. Ese
vivir. Entre libros y tulipanes florece una mujer que persiguió ideales. Que
defendió al compañero. Que fue más allá de todo para lograr con un granito de
arena algo de justicia. Que no se calló. Que no se quedó de brazos cruzados.
Que la remó hasta el fin. Mirada firme, cabeza en alto, frente despejada y
labios vino tinto.
La vista es
amplia. Las jóvenes instalaciones buscan
calmar entre tanto recuerdo una sed de derecho. Un hambre de justicia. Un
sentimiento justo para no olvidar nada. Para traer todo a la memoria. Para
dejar cada pedacito de historia con vida eterna.
La coordinadora
del lugar vuelve a su oficina. La emoción es fuerte. Cada rincón pesa. Duele .Un
nudo en la garganta se disuelve lentamente entre la yerba y el azúcar que
acompañan al mate. La entereza vuelve a reinar en su postura. En sus ojos. En su
voz. Y con la convicción tatuada promulga la defensa de la memoria del espacio
para levantar nuevos cimientos. Pensamientos. Con crítica. Con pasado pero por
sobre todo con herramientas para poder construir nuevas vivencias en base a lo
vivido. La misión del espacio es recuperar las secuelas del Centro Clandestino.
Consolidar futuro. Generar organización y participación con la promoción de los
derechos humanos.
María militó por los derechos humanos desde que tiene uso de
razón. H.I.J.O.S (Hijas e hijos por la identidad y la justicia contra el olvido y
el silencio, una organización conformada por hijos de desaparecidos, exiliados,
presos políticos y fusilados durante las dictaduras militares) fue su escenario
de lucha. De grito. De bálsamo. De comprensión. De reivindicación. De batalla,
esa misma que sus progenitores no pudieron concluir. De búsqueda. De empatía.
Para el espacio
la figura del sobreviviente es la piedra basal. Gracias a sus testimonios se
pudo entender el funcionamiento del centro. Su valentía permitió conocer lo
previo. Lo que pasaba en el Sur de la provincia. Esclarecer el escenario.
El ventilador de
pie renueva el aire. Mata la humedad. Acaricia a la cortinita con guardas pampas
de colores que revisten el aula. Deja entrar la luz. Con pesar y un lejos de
impotencia María expulsa que el
factor común denominador del aglutinamiento de los secuestros, las
desapariciones y los crímenes fue la participación en los sindicatos de FOTIA (Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar). Era una
organización muy fuerte con tanto peso que podía sentarse a discutir cualquier
situación a nivel nacional frente a otras agrupaciones también de jerarquía.
Para los militares, ser subversivo era pertenecer a ese sector.
El recorrido por
la “Escuelita” desentraña historias. Cada rincón tiene pasado. Mujeres.
Hombres. Jóvenes. Siluetas militantes que pasaron horas, días y meses esperando
la liberación que para algunos nunca llegó. Hay tanto por contar. Tanto por
decir. Tanto por pensar .Es un espacio que golpea lentamente las puertas de la
conciencia. De la historia. Del pasado. Y si, del futuro.
***
Gustavo Enrique Holmquist busca una explicación para tanta atrocidad.
Para la tortura. Para la desolación. No encuentra fundamento que absuelva el
tormento que vivió. Ese mismo que empapó y destiló espinas en su familia. Sus
ojos conservan un brillo intacto pese al castigo. A los golpes. A la oscuridad
a la que fueron sometidos. Cruza sus manos. Aprieta levemente sus nudillos. La
mirada es dispersa. Como si estuviera en varios lugares a la vez. Como si quisiera
hallar en tanto pasado, en tanto penar, una buena razón. Pero no existe. Nada justifica
el horror. Su cabello nevado denota el
paso del tiempo. La memoria está intacta. Su voz por momentos se corta.
Necesita respirar profundo. Necesita procesar. Necesita denunciar. Revelar.
Contar.
Durante
veintiocho días estuvo aislado de toda esperanza y perdón. Encerrado en un
aula. En una escuela. En un templo de educación deformado por la represión y el
genocidio. El tiempo le permitió regresar. Reconstruir el calvario. Reconocer
espacios. No pudo olvidar la extensa galería que lo separaba de aquel grado. La
sala de torturas. Las amplias pizarras verdes que aunque tapadas de oscuro
azabache pudo identificar. Muchos de los que fueron con él no pudieron
regresar. Entre ellos, su hermano Luis
Adolfo. Y hablar de él retuerce el alma. Afloja los hombros. Las piernas.
Se detiene un poco para enunciar que es duro mencionarlo. Es duro asimilar la ausencia. El modo. La
forma. La injusticia. Ese 29 de Mayo de 1976 le arrebató la paz y con ella lo más
preciado.
- Fue
una de las noches más oscuras de Tucumán por la cantidad de secuestros. Yo lo
llamo, el día de los chacales.
Solo los demonios
tenían pase libre por las calles en ese frío anochecer. Gustavo baja la mirada por momentos. Vuelve a cruzar las manos. Vuelve a ese día. A ese momento. Se
paraliza y sigue. Su hermano era el menor. El consentido. Al que él y su
hermana Sara mimaban cada segundo,
minuto y hora. Su mamá murió en la espera. En la lucha. En la búsqueda. Y eso
cala. Cala hondo.
Se remite a
aquella época sangrienta del país y recuerda que vio el horror dos veces. Fue
secuestrado por primera vez en Noviembre
de 1975. En pleno Operativo Independencia. Por cinco días estuvo
privado de su libertad. De sus derechos. Y como si el destino se empecinara en
1976, Famaillá lo recibió.
El mismo modo de
operación. Auto. Ruta. Ojos vendados. Manos atadas. Sonidos de armas.
- Los vamos a ejecutar.
Pero a Gustavo
no lo ejecutaron. Lo torturaron, golpearon, picanearon e interrogaron. Lo
empastillaron. Engañaron a su cuerpo para que pueda soportar. Lo culparon. Lo acusaron. Consideraron su
participación en la caída del Hércules. Había
miles de causas que invertían el principio de justicia. Pero no tenía cómo
demostrar la realidad. La inocencia. No podía defenderse. Preso en un mar de
perversidad sólo se aferraba a su familia. A sus hijos. A su sostén en medio de tanta bestialidad.
Le tomaron el
pulso, la presión. Le dieron remedios. Había médicos, enfermeros y sacerdotes. Lo
esposaron. Maltrataron. Lo llamaron. Le tocaron el pie.
- Levantate que te vas a tu casa.
Lo llevaron a una
oficina, le sacaron la venda. Le hicieron leer una declaración. “Peronista no
combatiente”. Lo amenazaron pero no lo torcieron. No pudieron.
Respira. Suspira.
Relaja las manos. A su costado lucen firmes estructuras que lo escoltan. Los
pilares de memoria, verdad, justicia. Su mamá Irma abandonó la lucha el día en el que su corazón dejó de latir.
Misma convicción con la que Gustavo
despierta cada mañana. La pesadilla terminó. La deuda con los 30.000
desaparecidos sigue latente. Los que quedaron tienen la obligación ética y
moral de hacer denuncias. De contar lo que pasó.
***
El horror tiene
un sinfín de testimonios. De rostros. De víctimas.
La vieja Ruta 38 es tranquila. No hay paradas.
No hay tráfico. El trayecto es corto pero el encuentro es largo. De pie en la
intersección de Belgrano y ese pavimento,
al frente de la iglesia de mormones, espera firme “Lucho”. Gorrita roja en perfecta combinación con su chomba
escarlata. Las alpargatas de yute le dan ventaja a una caminata rápida hacia su
casa. No pierde la sonrisa en ningún momento de ese trayecto. Una amplia
galería cercada con bloques de madera pesada reviste la entrada. Celedonio Gutiérrez 81, en El Manantial.
Una botella de
licor antigua con agua en su interior acompaña el momento. Luis Ortíz toma asiento. Bebe un sorbo. Un trago largo que lo hace
buscar otro arcaico recipiente para reponer el líquido y llevarlo a la
heladera. Vuelve a la mesa del comedor. Hace un corte. Revivir esos años lo
ahogan. Sus ojos comienzan a tomar un brillo particular. Su voz también se
transforma. Regresa a aquella fría noche de Junio de 1975.
Golpean la puerta y un mal presentimiento lo
invade. Lo inunda. Lo llena de temor y a la vez de valentía. Su mamá abre la
puerta. Camina con titubeo hasta su habitación.
- Está la policía, te buscan.
Lastiman a su
papá, se llevan todo. No había cosas de valor sólo un reloj vistoso que lucía
en la muñeca de su padre. Le piden los documentos y se lo llevan. Le tapan los
ojos. Le atan las manos y lo suben al auto. Eran militares. Hacían varias
paradas. La primera, la Jefatura.
Próximo destino, la escuelita de Famaillá.
Durante veinte días lo torturan. Lo flagelan. Le golpean la boca. Los dedos.
Las piernas. Le sacan la ropa. Le tiran agua fría. Cada noche caminaba
alrededor del aula para que el cansancio lo haga dormir. Muchas veces lo hacía
de cuclillas.
Lo amenazan. Le
hacen escuchar una y otra vez el sonido del arma, le dicen que lo fusilan. Pero
no sucede. Se esconde el sol y el calvario se repite. No termina.
Comparte el
espacio con otros hombres y jóvenes. Murmuran que están en esa escuela. Hay
muchos lugareños. Intenta correr la venda para mirar levemente el lugar. Cuida
cada detalle para que no lo descubran. Sus sentidos comienzan a agudizarse. Alcanza a visibilizar los pizarrones. Los
muebles abajo. Las alacenas. Se las rebusca para poder comer. Cuando tenía la
dicha de recibir algún alimento. Lo azotan. Lo castigan.
Toma conciencia
de que su militancia era la causa. Todos lo hacen. Cierra sus ojos castigados
por el trapo que apretaba fuerte y se sumerge en esa movida que lo hacía feliz.
Vuelve a la reunión con sus compañeros. Recuerda el Partido Comunista y sus días en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Se sitúa en las huelgas
por el aumento del boleto del colectivo, por la protección para los chicos que
tenían que cruzar la ruta para ir a clases y rememora la FOTIA. El ruido que había generado con tan solo veinte años. Lo
lejos que habían llegado. La efervescencia de estar acompañado por tantos
desconocidos que perseguían el mismo fin.
No sabe si duerme
o sigue despierto pero los ruidos de la ruta interpueblo le dan un panorama de
qué parte del día o la noche, es. Por los sonidos. Por los motores. Por el
movimiento.
Lo llaman, lo
castigan y se lo llevan. Siente que ésta vez es el fin. Pero no lo es. Paran en
la comisaría, le quitan la venda, no lo dejan mirar, cabeza hacia abajo y ojos
casi cerrados. Solo vislumbra botines. Escucha voces. Lo trasladan al penal de Villa Urquiza. Ahí se convierte en
preso legal. Ahí siente que es libre. Si, libre. Allí siente alivio.
No está solo,
comparte testimonios y experiencias de sus días de secuestro con otros prisioneros.
Se ayudan uno al otro. Se contienen. Tratan de sobrevivir a lo que era muy poco
comparado con lo vivido en las aulas.
Busca una forma de resistir. Arma con las migas de pan un tablero de
ajedrez. Con el paso del tiempo, se come esas migajas. Escucha del golpe.
Lo trasladan a Sierra Chica y a la Unidad n°
9 de La Plata, Buenos Aires. Se
topa con el Mundial de fútbol. No
comprende si los jugadores están obligados o no, pero sabe que Argentina gana. No podía ser de otro
modo.
Puede recibir
visitas. La mejor es la de su mamá que viaja 1400 kilómetros para verlo. Le da
la peor noticia, la que logra devastarlo. Ni las torturas, ni el secuestro, ni
el encierro, ni las detenciones lo habían volteado. La desaparición de su
hermano Ramón Ortíz, lo hace. Lo
destruye. Lo agobia. Tenía dieciséis años, no comprende por qué se lo llevaron.
Tranquiliza a su madre aunque no puede tocarla ni abrazarla. Intenta darle
ánimo. Le dice que cuando salga lo buscarán. ¡Que sí va a aparecer!
En 1981 escucha
su nombre. Sale en libertad. No avisa a su familia para darles la sorpresa.
Afuera del penal lo esperaba un camión del ejército, se mira con su par y no
quieren subir. Toman coraje y se acercan. Allí estaba la mamá de un compañero.
El alma vuelve al cuerpo y siente alivio mientras comparte un licor casero.
Sonríe por primera vez después de seis años.
Un viento que
anuncia tormenta mueve las hojas de los árboles. Se lo puede ver por la ventana
que separa la cocina de otra habitación. En El Manantial no se siente la asfixiante humedad de la capital, de la
zona céntrica. El aire circula más limpio. Luis
Ortíz se agarra la cabeza, posa el vaso de agua sobre su frente y no puede
creer por todo lo que pasó. Es un sobreviviente de la época más cruda que tuvo
el país. Ya no es ese pibe sin miedo que conoció el horror.
“Lucho” nació un 4 de Agosto de 1953 en Taco Ralo,
en un pequeño pueblito. Sus padres eran del campo y se mudaron junto a sus
cuatro hijos a San Miguel en busca
de trabajo. La construcción fue lo primero que lo cobijó. La albañilería.
Compró un terrenito en El Manantial e hizo su casita.
Nunca encontraron a Ramón, sus progenitores murieron en la agónica espera. Su papá tuvo
un infarto. El dolor de no encontrar a su hijo, desgastó su corazón. Se fue
joven. Su madre, Natividad Figueroa de
Ortiz tampoco sobrevivió a la espera, el poder del cáncer paró su búsqueda.
Naty, como la conocieron en la
agrupación Madres de Plaza de Mayo
que fundó junto a otras compañeras, le entregó el legado de la lucha. Le pidió
que no deje de asistir a ningún acto porque ahí está su hermano. Y así fue. Así volvió a la “Escuelita”. Así pudo
reconstruir espacios. Denunciar lo vivido y hacer justicia. Y aunque, fue dueño de muchas torturas ninguna lo mutiló
tan fuerte como la de su hermano.
Luis se levanta del comedor, busca otro poco de agua.
Toma un sorbo. Es un trago más largo. Firme y con convicción abandona la mesita
del comedor. Si tuviera que volver a militar sabiendo lo que vendría, lo volvería
a hacer. A la lucha no se renuncia jamás.
***
Como si se los
hubiera tragado la tierra ninguno aparece. Ninguno quiere recordar. Armas,
uniformes y botines bien guardados. Algunos mayores ya no están, los más
jóvenes se dedican a diversas actividades muy alejadas del ejército y otros
cumplen condenas. Se los busca una, dos, tres, infinitas veces. Al principio
acceden. Se muestran dispuestos a revelar qué corría por sus venas en esas
frías noches de 1976. Después retroceden.
Años pasaron de
golpe cívico y militar y aún la represión persigue. Amenaza. Extorsiona.
Infunda miedo. Porque aún el lugareño de Famaillá, me advierte. Me previene. Me
indica que si doy con ellos quizás no pueda volver. Quizás no me ven más.
Porque en el Cementerio del Norte me
piden abandonar el lugar. Porque no hay nada para ver. Nada por buscar. Porque
no la puedo contar. Porque claro está que siempre se buscará apagar la verdad.
Callar la voz. Porque siempre habrá un Isauro,
un Lucho, un Gustavo o un Luis que
como sentenció Rodolfo Walsh no
tendrá historia sino prontuario. Que vivirá ignorado, perseguido y rebelde
hasta el fin. Porque te fusilarán una y mil veces pero no morirás.
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