Vale La Pena


Un nuevo año veía la luz. El reloj marcaba las siete de la mañana y el calor ya comenzaba a abrazar. Lejos de despertar, Gabriel quería apagarlo todo y bajar el disyuntor de su vida. Pequeñas partículas blancas aún decoraban su nariz y los dedos de su mano izquierda sostenían una nueve milímetros.

Pensó en gatillar y ponerle fin a sus días. Miró al frente y vio un mortero caído, del cual había salido una bomba de estruendo que el mismo había encendido con Jonás, su hijo mayor, apenas unas horas atrás. Pensó en él y en que posiblemente sería el primero en despertarse y que al salir a la vereda a jugar encontraría a su padre allí, tirado, despojado de toda esperanza y vida. No pudo hacerle eso y no lo hizo.


Un día más de tareas cumplidas. Panzas llenas y corazones contentos.


César Gabriel La Pena, tiene 40 años. Está casado con Pamela y es padre de 3 hijos. Un metro setenta y cinco centímetros separan sus pies, cansados de tanto andar, de su pelo negro del que empiezan a desprenderse tímidamente algunas canas. Junto a su esposa, están a cargo de la Asociación Civil Los Lapachos, en el Barrio Juan Pablo ll más  conocido como “El Sifón”. Rodeado por el Trulalá y la Bombilla. Allí dan de comer diariamente a decenas de personas en situación de riesgo.
Es hijo de María Ester Rodríguez, ex policía y de Juan Rafael La Pena, empleado de SADAIC. Hermano de José, Mónica, Luis, Lucía y Guillermo. Desde que tiene uso de razón sus padres ya estaban separados.

Juan Rafael era gastronómico en la zona del bajo. Por herencia de su padre, Francisco Javier, abuelo de Gabriel, quien supo comprar y administrar varios bares en la época de auge del ferrocarril. Había nacido en cuna de oro, ya que los negocios eran muy exitosos en aquellos tiempos. En el año 1985 su abuelo muere y el padre lo hereda todo. “Pancho” llevaba a los cuatro varones a la cancha de Atlético desde muy bebés, sin embargo, en ese año no visitarían ni una sola vez las tribunas de calle Chile por la grave enfermedad que enfrentaba. Su hijo, Juan Rafael, en cambio era hincha de Central Norte. Por lo que no formaba parte de aquellos recordados domingos.

 -“Con la muerte de mi abuelo, mi papá se empezó a bardear toda la plata”.

Tenían casas, bares y hasta caballos en el Hipódromo. Se convirtió en un “bardero” de la noche y así, de a poco, perdió todo lo que habían tenido.

Gabriel y los suyos vivían una muy buena vida en el Barrio Ampliación Kennedy, no eran ricos, pero no les faltaba absolutamente nada. De golpe, tras una larga sucesión de malas decisiones de su padre, los seis hijos empezarían a depender exclusivamente del sueldo de su madre. Un manojo de criaturas debía entender, de un día para el otro, que aquella vida de ensueños empezaba a alejarse un poco más con cada nuevo amanecer.

Los domingos se convirtieron en el único día de la semana en que veían a su padre. Aunque, con el paso del tiempo esas visitas empezarían a brillar por su ausencia. Su padre dejó de visitarlos pero él iba a verlo. Gabriel se escapaba de su casa para poder visitarlo y fue en esa época cuando la calle empezaría a seducirlo, poco a poco, hasta lograr enamorarlo. María Ester, su madre, trabajaba de sol a sol, y no podía controlarlos, aunque tenía buenas fuentes vecinales que le demandaban cualquier accionar de sus hijos.  Solía agarrar una manguera para tratar de enderezar el comportamiento de los pequeños. El desgaste y el trajín cotidiano de enfrentar todo sola, la desmoronaban de cansancio. Era tal su intención respecto a sus hijos que se dormía con su aliado objeto corrector en la mano. Gabriel, hoy, ve una manguera y le duele la espalda. Jamás regó un jardín en su vida.

Sin embargo, la manguera y el castigo no alcanzaban para frenar el deseo de libertad de aquél niño o quizás fueron la excusa perfecta para volar. La calle ya había empezado a ser el lugar que elegiría para vivir. No volvía a casa por temor a que su mamá le pegara, lo retara y castigara. A los 11 años empezó a dormir en cualquier lugar: paradas de colectivos, techos de iglesias, veredas.

El hambre incomoda, el hambre de varias horas duele, la panza se retuerce, hace ruido, suena con fuerza, dice presente. La sed te agota, te seca la garganta.  Una panadería, con empleados distraídos, pasó a ser un restaurante cinco estrellas.  Esperaba el momento justo en el cual se iban al depósito y aprovechaba para agarrar una que otra tortilla y correr lo más lejos posible. Esa epopeya no sería eterna, un día lo pescaron con las manos en la masa y se le terminó el negocio, por un rato. Un domingo encontró la forma de entrar mientras la panadería estaba cerrada. Esperó que cierren, armó una escalera con pedazos de maderas, escaló sigiloso, giró su cabeza de izquierda a derecha una y otra vez para asegurarse que no hubiera ningún moro cerca. Logró colarse por una pequeña ventana y se armó para toda una semana. Una bolsa de harina de cincuenta kilos fue su máxima aliada. La llenó de pan, facturas, tortillas, bollos, palmeritas. Se la calzó al hombro, salió y corrió, corrió y corrió. Con una sonrisa inmensa en el rostro. Era un niño de once. Con hambre y soledad. Creyendo que con esto podría ayudar a su familia, decidió llevar el botín a su casa. Su madre lo castigó mucho.

 - “Prefiero el dolor de un chirlo, de una manguera, prefiero cualquier dolor antes que el dolor del estómago vacío”.

Entre la casa materna, paterna y la calle pudo terminar los estudios primarios en la escuela República del Paraguay.  El año anterior lo habían echado del colegio Ejército Argentino. Cursaba sexto grado cuando le contestó de mala manera a la profesora de Ciencias Sociales y Lengua. Una señora muy mayor que tenía una mirada muy particular sobre los niños por su color de piel, por su ropa y las zapatillas rotas. Una pelea con un compañero. Una trompada directa al mentón. El llanto. La denuncia ante la “Señorita”. El juicio y una sarta de improperios fueron el detonante perfecto para ese “pobre” niño. 

En su último año de primaria conoció a dos chicos que claramente ya no tenían la edad que se acostumbra y que venían repitiendo el séptimo grado sistemáticamente. El “Gordo Río”, dueño de una risa muy contagiosa que lo hizo acreedor de ese apodo. Petiso y morrudo.  Marcelo, la antítesis, flaco, alto y serio. Ambos vivían en Villa Luján, Gabriel era 5 años menor que ellos. Al concluir ese año lectivo, prácticamente se les instalaría en su barrio. Su tío les pagaba el departamento, pero los dejaba a la suerte de Dios. Con ellos formaría un trío explosivo, andaban juntos de aquí para allá, pateaban la calle noche y día. Eran chicos todavía así que sus andanzas eran más que nada fechorías.   
La Escuela de Comercio 4 en su turno nocturno sería la única escuela secundaria que le abriría las puertas a “Gaby” en el año 90.

El primer año pasó sin grandes revuelos. En segundo, lo mandaron un día a la Dirección a buscar tizas junto a otro compañero. Sobre el escritorio de una de las secretarias estaba la plata de las inscripciones que habían pagado minutos atrás algunos padres. Ante la mirada dudosa y miedosa de su compañero, Gabriel “zarpó la lata” y se hizo de más de 600 pesos. Volvió a clases con las tizas como si nada.

 La bronca saltaría  al otro día cuando al asustado compañero  le tiraron la lengua y lo mandó al frente. Cuando al día siguiente llegó al colegio fue recibido por todos al grito de: ladrón, ladrón, hasta una canción había ya. Parecían un coro. Escándalo con citación de la madre y todo, devolvió 400 pesos, el resto ya los había gastado, y lo expulsaron.

- “Mi mamá me mató a patadas, fue de terror”.

En medio de todo esto, llega la jubilación para su  madre, perdiendo así un gran porcentaje de su sueldo. La economía de la familia se desvaneció por completo, una tijera gigante cortaría el fino hilo que sostenía a ese hogar. Cayeron velozmente en la pobreza absoluta.

- “Tres kilos de pan por un peso te daban en esa época y mi mamá no llegaba ni a eso. Estábamos muy mal”.

En el año 1992, entra al Colegio Nacional por sorteo. 

- “Odiaba estudiar, pero quería demostrarle a mi mamá que yo podía”

 Aguantó hasta julio muy tranquilo, ni un moco, hasta que un día un pavo de cuarto año se pasó de vivo y se comió terrible cagada, quince amonestaciones le cayeron encima.  Era común en aquellas épocas que los de cursos mayores molesten a los más chicos, aunque en este caso entre segundo y cuarto había una pica especial, el curso de Gabriel había salido triunfador en un partido de fútbol y la bronca nació ahí. 

- “Estaban re calientes porque los habíamos hecho quedar mal delante de todo el colegio, éramos dos años más chicos y les pegamos alto baile”.

Eran las semifinales del torneo de fútbol de la semana del colegio, ese partido les daría fama futbolística. Pero a su vez nacería una gran rivalidad entre Gabriel y Marcos Andrada.

- “Me cagó a patadas todo el partido el gil ese, se las dejé pasar en la cancha, pero después cobró y de lo lindo”.

 Varios días después se cruzaron en el quiosco del colegio, Marcos estaba con varios, Gabriel solo, se le acercó por la espalda y le tocó la cola.

-“Me di vuelta y sin mediar palabras le convidé nudillos en la jeta”.

La cantidad de amonestaciones lo dejaron al borde de la expulsión. Cosa que sucedería al comienzo de su tercer año. Gabriel estaba golpeando los bancos junto a sus compañeros, para su desgracia, apareció el rector y chau. Expulsión.

Ahí sí que se pudrió todo, la madre desistió. No movería un dedo más por Gabriel. Su conflictiva relación con el estudio llegaba a su fin.

También y en paralelo, la delgada billetera de María Ester no volvería a abrirse para él. Desde allí y en adelante, como lo había hecho en la época de la panadería. Con tan solo quince años, debía valerse por sí mismo. Se exilió dos meses en la casa de su abuela. Volvió a su casa y consiguió un trabajo en un taller mecánico del barrio.

- “Me cansé de la grasa y renuncié, aguanté un mes ahí “.

Sus amigos del barrio se iban a San Pedro de Colalao por el fin de semana, lo invitaron y se fue, en la puerta de GL un grupo de pibes más grandes estaban a las piñas con otros mucho más chicos, tomando el rol de justicieros se metieron en el lio. Esta batalla los convertiría en grandes amigos, el día seguiste lo pasarían juntos íntegramente. Los nuevos, eran de la barra de Atlético, Vivian en el Sifón.

- “Ahí arrancarían las malas mañas.

 Conoció las armas y empezó robar de verdad, quería plata para tener cosas, ropa, zapatillas, quería tener sus propias cosas. Quería pertenecer.

A esa altura, Luis su hermano mayor, se había mudado a Buenos Aires para meterse en Gendarmería Nacional. María Ester, viajaba a verlo y se quedaba un par de meses allá, en uno de esos viajes tuvo contacto con la iglesia de los santos de los últimos días, se hizo mormona.

- “Nos quedábamos meses solos y hacíamos lo que podíamos”.

Gabriel se vistió de sostén familiar. Levantaba cosas que no eran suyas y las compartía con sus hermanos.  Hasta los 18 años nunca había tenido contacto con las drogas, conoció a una chica que le metía cosas en la cabeza contra su madre, le hizo caso y rompió el lazo con su mamá. Para colmo de males, sufrió un principio de ACV, la mitad de su cuerpo quedó paralizada, subió cerca de diez kilos en un mes. Por recomendación médica empezó a tomar vitamina B12 sistemáticamente y todas las noches un Rivotril para poder dormir.

- “Al otro día estaba zombie, parecía un pelotudo. Nunca había consumido nada antes”.

Una tarde andaba por la calle, un vecino se le acercó y le recomendó fumar marihuana para relajarse y así poder dejar de sufrir el malestar que le ocasionaba la enfermedad. Hasta ese momento Gabriel siempre la había rechazado por que no le gustaba el olor. Ese día aceptó y se relajó.  Afianzó su relación con Alfredo, un pibe de aquella banda de San Pedro. Sus hermanos empezaron a trabajar y a poder mantenerse solos. Esto hizo que los deje volar. Su situación personal empeoraría poco a poco, esta nueva junta lo haría poner primera en el camino de la delincuencia más dura y de las drogas más pesadas. Las armas y la cocaína ya tenían un lugar fijo en sus bolsillos.

En el año 2000 sufriría un gran golpe, algo que lo marcaría para siempre. La muerte de su padre.  Tenía 19 años cuando murió, fue muy duro para él. Sentía mucho amor por su  papá pese a su abandono y a dejarlos sin nada.

- “Él sabía que yo andaba en la calle y no me decía que me quede en su casa, se portaba mal, pero era mi papá”.

Juan Rafael La Pena sufrió dos ACV y una diabetes que primero terminó con su pierna derecha y luego con su vida. Tuvo una vida muy solitaria, solamente era acompañado por su madre, quien también lo ayudaba económicamente. Tuvo todo y lo perdió. Se enamoró de la noche, del alcohol y de relaciones vacías. No pudo sostener los fuertes cimientos que había construido su padre. No supo conservar su matrimonio ni pudo ayudar ni acompañar a sus hijos. Pese a todo esto, se fue de la tierra con el amor de sus hijos, pero por sobre todo con el amor de Gabriel.

Más de grande, ya con el nacimiento de sus hijos, pudo recién  perdonarlo, sufría pensando en la soledad de su padre y en lo triste que deben haber sido sus últimos tiempos de vida. Tomó aire, llevó su mente a su infancia y lo perdonó.

A la salida del quirófano, cuando tuvieron que cortarle la pierna, cuando el efecto de la anestesia había pasado y pudo abrir los ojos, Gabriel estaba ahí paradito acompañando. - “no siento la pierna murmuró”. Su mirada lo mostraba vencido, cansado, entregado.

- “Me di cuenta que el ya no quería vivir más, no me lo dijo, pero yo lo supe. Ahí empezó a morir”.

En el velorio no se acercó al cajón, quería recordarlo vivo y no invadir su retina de esa imagen que sería imborrable. Ver para creer y aceptar dice la psicología. Él prefirió hacer su propia terapia y seguir sus instintos.


La placita principal está re pituca, juegos bien pintados y firmes, dispuestos a sacar sonrisas. No hay nadie en la calle. El sol quema de lo lindo. No hay pared sin autor. No hay ladrillo sin dibujo. Las A y las O se van animando a salir de los escritos  para que entren las E y las X, las que incluyen. “La casa de lxs pibxs” es el refugio, bajo ese techo de chapa se vuelve a empezar, se deciden a rescatarse, se abrazan al futuro. El centro de cuidados, las cocinas, el rincón de juegos.

9 de la mañana de un día más, calles finitas más para motos que para autos. Kipes con arroz es el menú por allá,  30  prepizzas es el objetivo por acá.  Un par de niños arman un rompe cabezas mientras sus madres charlan en ronda matera.

Un taxi para justo al frente de la plaza, no llega ni a sonar el tambor del freno y ya salen corriendo de la cocina  para ayudarla a Irma a bajar la carne molida, el burgol y la menta. Manda a comprar levadura y se pone a trabajar. Maneja todo, saluda, sonríe, hace, da, ama, ayuda.
Cada quien en su juego. Desde temprano, para que cuando el  hambre de los niños se exprese, cerca del mediodía, ya esté todo preparado.

El escape de una moto tapa por un instante el sonido que nace como resultado del choque de estilos musicales: los raperos de las pizzas, las románticas de los kipes y los infantiles del rompe cabezas.


-“El sifón es muy tranquilo hoy en día, los más fuleros ya están todos muertos”.    

Tiempo después de que los últimos terrones de tierra tapaban el cajón, empezaría la debacle. Seis meses después, un 9 de noviembre del 2000, llovía finito, el frio metal de una pistola rozaba parte de su pierna y de su calzoncillo y se sostenía de un cinturón marrón gastado. Eran cuatro, tranquilos pero dispuestos a todo. El plan era no tener un plan, pero si un auto. Robaron un Gol rojo, ese modelo tenía la cerradura chata, ideal para los destornilladores planos, así que abrirlo fue un juego de niños. La noche los fue llevando, enfilaron para Yerba Buena, una ciudad de mucha plata, buena vida y llena de gente que en aquellos años vivía alejada de los robos, los disturbios y el ruido.

El mástil, tradicional soporte de la bandera argentina, se anteponía al cerro San Javier. A mano derecha la YPF, precaria aun en aquellos tiempos. Pero una mina de oro para estos cuatro aspirantes. Los dos playeros que cerraban el turno noche no pudieron hacer mucho para evitar el robo. Fue muy rápido, simularon cargan nafta, se bajaron dos, con arma en mano, se llevaron la recaudación. Cada empleado tenia encima una de esas típicas billeteras de mozo en donde lo billetes van acomodados de mayor a menor.

Jorge recuerda el suceso como si hubiese pasado ayer. En sus más de 30 años de playero solo sufrió dos robos, así que era imposible olvidarlos. Entraron despacio sin llamar la atención. A esa altura de la noche el “mocho “ya llevaba 10 horas de trabajo así que su billetera estaba cargada. El “gordo” Carlos estaba en el baño, a esa hora siempre le agarraban ganas. El escenario era perfecto.

-“Bajaron, me apuntaron y se fueron”. No tuvo tiempo ni de analizar lo sucedido.

La YPF  del mástil ya había sufrido un robo años atrás, aunque aquel había sido muy particular, el formato de llegar en auto y de a cuatro era el mismo, lo sacado de un guión de cine fue que el dueño del automóvil estaba encerrado en el baúl, atado y con un cinta en la boca. En ambos casos los empleados eran los mismos. Por suerte para ellos, los ladrones no tuvieron que ejercer violencia física. Este tipo de empresas tienen reglas claras para estas situaciones. Entregar el dinero y no intentar ninguna clase de resistencia.

No conformes con lo conseguido, siguieron ruta hacia un póker ubicado en calle Lobo de la Vega al 300, actualmente, en esa esquina hay una parrillada de pollos y un lavadero de autos. El lúdico lugar tenía un estacionamiento interno así que todo sería más lento y calculado. Dejaron el gol y bajaron simulando ser clientes del juego. Al entrar redujeron al único guardia de seguridad que había en el lugar y lo encerraron en el baño junto al resto de los empleados y clientes. Se llevaron todo lo que pudieron, al salir percibieron que algunos valientes habían logrado salir del baño. Alfredo, conductor designado, entró en pánico y empezó a andar por calles que no conocía bien. Luego de varios zigzags se encontraban cerca del Camino del Perú, el auto se le fue de control y se cayó en una zanja, las dos ruedas delanteras explotaron y los dejó a pie. Se escondieron dentro de una garita abandonada. 

Apenas cabían ahí. Abandonaron esa ubicación y se metieron a una casa. Daban por seguro que la policía a esa altura ya estaría más que enterada del asunto. Un perro empezó a ladrar, en algunos segundos el solista fue imitado por una jauría. Salieron  corriendo  y se toparon con la policía de frente. No se cómo, pero ya estaban ahí. Empezaron a disparar a lo loco, Gabriel  intenté correr y se cayó. Su pistola pegó en el suelo y se escapó un disparo. Levantó las manos al grito de: “me entrego, me entrego”, lo rodearon cerca de siete uniformados y lo masacraron a patadas.

Fueron trasladados de inmediato a la comisaria de Yerba Buena, entre calles San Martín y Cariola. Uno de los delincuentes era menor de edad y a la hora de declarar dijo que Gabriel lo había llevado a robar, que él no hacia eso. El robo, la posesión de armas e incitar a un menor a delinquir le cayeron encima como un mazazo.

- “Mi mamá jubilada de la policía y yo preso.

Fue un golpe terrible para ella, estaba destruida. Una vez más la desilusionaba, pero esta vez de una manera muy fuerte.  


Ingresa a la unidad 6, pensando que iba a encontrarse con algún conocido que haría más amena su estadía, pero no tendría esa suerte.  Luego de dos semanas, cuando estaban por darle la prisión preventiva y mandarlo a la unidad 2, ingresaron dos conocidos suyos del Sifón. Uno de ellos, Rodolfo, le recomendó buscarlo a Juan Carlos Guevara apenas sea trasladado, ese contacto le sería de gran ayuda. Tenía 38 años, cuando no estaba tras las rejas vivía en el Sifón, había tenido una vida muy dura, sus padres lo habían abandonado cuando era un pibe, criado en la calle, hermanado a las drogas y al robo. De pocas palabras, pero cuando las dejaba salir de su boca siempre venían cargadas de enseñanzas.

Le enseñó cómo debía  caminar la calle, hasta ese momento no sabía mirar más allá de lo que era su barrio.  No se gastaba en entender como Vivian los otros, cuáles eran sus carencias y dolores. Le dio otra visión del mundo.

Gabriel solo visitaba el Sifón de noche, en esa época era todo muy oscuro, calles de barro, pasillos muy finitos, se entraba a pie, en moto o bicicleta. Si iban en auto debían dejarlo afuera. Compraban lo que necesitaban y se iban. Juan Carlos Guevara  le contó como vivía la gente en aquel barrio que el solo visitaba para comprar. El hambre que pasaban los niños, la desnutrición. El orador solía quebrarse y llorar al hablar de los niños.  En bajo peso estaban todos, en grado de desnutrición eran nueve los casos comprobados, dos de los cuales perdieron la vida.

 - “El tipo lloraba como un bebé cuando recordaba a esos niñitos”.

El sol ya no es gratuito, se lo renta por hora. Lo que queda de un colchón, que ya pasó por miles de espaldas, pretende ser compañero del descanso. Un descanso corporal mientras que la mente no duerme. Las ideas sobrevuelan los techos. Andan por ahí pretendiendo estar afuera con sus seres queridos. En simultáneo, los sentidos perciben desazón. Paredes heladas de color cemento. Hierros paralelos, firmes y desgastados. Jefes circulando por ahí  que no pagan y que pegan. Añoranza de un mate cocido de mamá con bollos del barrio. Un compañero que no se elige, una voz que no se quiere escuchar. Un testigo de inodoro.  El calendario como el peor de los enemigos. Días de 400 horas, noches que no pretenden amanecer. Arrepentimientos que se convierten en resentimientos. Dios como el único de los padres. Una ducha fría que ensucia. Visitas que se esperan meses y se esfuman en segundos.

En 2002 le toca salir en libertad a su nuevo gran amigo, a Gabriel en cambio, le quedaba aun un año más. Algo había cambiado en él, se sentía pleno, despierto, dispuesto a cambiar de vida y convencido de ayudar a los demás.

En la cárcel conoció a toda clase de personas, presos por robo, por drogas, por asesinato, gente buena y gente muy muy mala. De todos aprendió algo, de ninguno tanto como de juan.

Siguiendo paso a paso su plan, el joven se acercó a la puerta de la casa, negra, gastada y abollada, golpeó, simulando ser un visitante esperado o algún que otro vendedor. Juan Carlos abrió, sus dos ojos se cruzaron haciendo foco en el cilindro de metal que le da fin al arma. Cuando entendió lo que pasaba ya era tarde, giró, quiso entrar en busca de su pistola para igualar el pleito, el primer pinchazo lo sintió en su espalda y lo arrodilló, tres o cuatro estallidos de plomo decoraron su cuerpo caído. Era el final para “el porteño”, su gran amigo, 17 años de amistad y ni un robo juntos, ni una maldad, ni una fechoría. Miles de cervezas, millones de charlas, cientos de abrazos que se quedaron cortos. Un dolor inexplicable.

El Sifón era noticia, por ajuste de cuentas, por guerra de clanes, por drogas. Las calles se teñían de rojo una vez más. El miedo, que a veces desaparece, se metía de lleno entre los actores protagónicos de este guión del terror.


Irma en 19 años de trabajo comunitario vio de todo. Cuerpos circulando arrastrando las piernas, con miradas perdidas, desorbitadas. Niños con futuros inciertos, despojados de esperanza alguna. Adioses prematuros. Rostros patentados en su memoria. Un buenas noches  que pretendía ser un buen día para mañana pero que no alcazaba a serlo, porque la calle se los llevaba. Encariñarse con un alma, una relación que podía ver su final en cualquier momento. Un teléfono que sonaba cada día para anunciar una nueva tragedia. Caras que no volvería a ver nunca más.

-“Gabriel estaba ahí, sin un proyecto de vida. Su mujer y su hijo lo rescataron. Acercarse a la cocina lo sacó del pozo”.

Supo escuchar, pedir ayuda, supo decirle que no a lo malo. Sus hijos son la palanca que lo impulsa a seguir. Se llena a base del amor de los suyos y le entrega  todo lo que tiene a los chicos del barrio.  

-“Es muy importante que sus hijos sepan la historia de su padre y que él los encamine a no repetirla”.


Ella lo ve como un ejemplo a seguir. Por ser buena persona, por ser trabajador, por colaborar en todo y por enseñarles a los demás. Todo lo que aprende lo comparte con los demás, les limpia el camino. 

Los buenos actos se multiplican y algún día podrán llegar a cada centímetro de Tucumán. 

Los insoportables calores de un febrero tucumano del año 2003 decoraban el escenario de su vuelta a casa. Esas gigantes puertas de acero se abrían delante de sus ojos y se cerraban en su nuca. Los muros ya no taparían el sol y la libertad arrojaba un olor encantador.
Su gran alegría se esfumó apenas entró a su casa, su familia había caído en las más angustiantes de las pobrezas. Solo quedaba una pequeña cocina toda oxidada, hasta los muebles habían sido vendidos para poder comer.  Su madre estaba en Buenos Aires y sus hermanos no daban más. Él ya era un hombre y entendía con claridad lo que sucedía. Su mente quería respetar lo que había aprendido en la cárcel, pero la angustia de su cuerpo lo llevó inmediatamente a volver a caer en la tentación de tomar lo ajeno.

 Su mamá puso el gancho para sacarle un préstamo para su cuñado y el desgraciado la cagó. Tuvieron que vender hasta las ollas para sostener las cuotas.

-“Esto pasó por que yo no estaba. De ninguna manera lo hubiese permitido. Puso un negocio y se robaba el mismo. El chabón la arrastró a mi vieja a la lona”.

Esta vez, los robos empezarían a crecer tanto en lo recaudado como en lo cotidiano. Desde aquella desazón de ver su casa vacía, hacia adelante, la delincuencia se convertiría en un contrato planta permanente para él.

Se paró codo a codo con tipos pesados de verdad, en busca de plata grande. Dos roperos, una cama y una tele fueron el primer tesoro que encontró para su mamá. Creyendo que así, María Ester decidiría quedarse en Tucumán.

 - “Estar más pegado a esa gente me hizo salir a trabajar cada rato”.

Gabriel tenía un socio de día y otro de noche. Robaba absolutamente todos los días, pero con códigos, en el barrio no. Siempre lejos. Los vecinos sabían perfectamente a que se dedicaba, pero no decían nada. Lo conocían desde muy chico, sabían que era un buen pibe y que no le quedaba otra que andar en esa.

Andaba con plata en los bolsillos, con reservas bajo el colchón y con otra parte en el placard, bien escondidita bajo una pila de colchas viejas. Juntaba aún más cada día. Sin embargo, los fines de semana la hacía volar por los aires. Baile, alcohol y descontrol.

- “Mi mamá pobrecita, me miraba con una carita, sabía lo que yo hacía y no podía decirme nada, de eso vivíamos”.

 Igualmente, y para su tranquilidad, ya no andaba durmiendo en la calle, haga lo que haga volvía a su casa. A su madre le dolía lo que él hacía, él no podía mirarla a la cara, pero de igualmente la charla no llegaba. Todos suponían todo. La comida aparecía cada día en la mesa y eso era lo importante en aquellos tiempos.

Esta vida jornalizada lo acompañaría durante más de un año.  

El 2003 fue un año muy complicado para todos. Alejandro, el almacenero del barrio, era una especie de INDEC para los vecinos, a través de él se calculaba el presente económico de la gente. Los que eran más pudientes cambiaron su menú a salchichas con arroz. Los clase media bajaban día a día al piso de abajo. Hace más de 10 años que tenía su quiosco y esta era la peor etapa que él había visto.

Tres fiestas en cana. Mirando los ojos vidriados de los otros presos. Soportando la mala vibra de los policías a los que le tocaba hacer el turno un 24 de diciembre. Una navidad afuera después de tanto tiempo merecía un festejo especial. La gran fiesta se preparó con un mes de anticipación. 30 días de trabajo fino. No podía faltarle nada a nadie.

Se juntó con tres changos de la zona, José 1, José 2 y José 3 eran sus nombres artísticos. Menos de un minuto demoraron en entrar y salir de un banco en pleno centro. Uno era campana en la calle, dos tenían al policía y el restante le pedía la plata a la cajera.  20.000 pesos en 60 segundos. 5000 para cada uno. “Un trabajo grande” como ellos suelen llamarle a este tipo de entraderas.  La llegada del niño dios se vivió como la obtención de un campeonato del mundo haciendo un gol con la mano.

- “Una navidad con mi gente, estaba re mil contento. Inexplicable volver a sentir algo tan lindo después de tanto tiempo”.

Luis, el hijo del que más esperaba su madre, había entrado a la escuela Naval en Buenos Aires, el primer año lo pasó correctamente, pero en segundo lo dieron de baja. Esta noticia liquidó emocionalmente a María Ester Rodríguez, vio en los fármacos la salida a tanta frustración, un día se armó una ensalada de pastillas, cerró los ojos, abrió la boca y las tragó. Cayó tendida al suelo dispuesta a morir. Dios o el destino hicieron que Mónica vuelva a casa antes de lo normal y encuentre a su madre aún con vida y con tiempo para llamar una ambulancia. El lavaje de estómago en el Hospital Padilla le extendería la vida.  De a poco fue recuperándose, hasta el día de hoy no abandona los fármacos, pero nunca más los utilizaría de forma excesiva. Para su alegría y la de todos, el mayor de los seis hermanos enderezó su suerte, pero esta vez, en Gendarmería Nacional.  
   
- “Mi mamá siempre fue una leona, las luchó todas, tuvo una vida durísima.

La describe como  una mujer ejemplar. Nunca le metió la mano en la lata a nadie y eso que tuvo miles de posibilidades. Trabajando en la tesorería de la policía se podría haber quedado con todos los vueltos, pero nunca lo hizo. Una mujer intachable. 

Hasta el día de hoy ella le sigue devolviendo a Gabriel todo lo que él le dio. Le regala cosas, está encima de sus nietos, ayuda en todo lo que puede. Siente culpa, una culpa eterna por haber aceptado en silencio hacer uso del dinero y de los bienes materiales sabiendo su origen. Lleva su culpa en silencio. Nunca, ni una sola vez en tanta cantidad de años pudieron sentare a charlar sobre el tema. Usaban la plata para vivir y punto.

Es imposible hacerla exteriorizar sus recuerdos. Los guarda bajo diez  candados. No quiere hablar de lo que ya vivió, no quiere refrescar aquellos sufrimientos. Las noches en vela esperándolo sentada en la vereda, el sol aparecía pero el no. El susto con el que atendía su celular, esperando la peor noticia. Los más de 1000 días de espera al otro lado del muro.

Infierno que ya terminó. Hoy se la encuentra  feliz. Alegre abuela y gran compañera de crianza.


_ “Mi mamá no puede hablar de mi pasado. Le aterra. Y yo tengo miedo que le haga mal”

Siente un arrepentimiento eterno, por haber llevado a  casa cosas malas, sabiendo que su  mamá quería hacer de su casa un hogar de luz, sufre por haber vivido de esas cosas y por haberle fallado al señor. Pero por otro lado, siente tranquilidad de saber que lo que hizo mal lo va a pagar en esta vida. Es un fiel creyente del karma y de las energías.

A los 25 años se sentía en plenitud, en todos lados lo recibían con los brazos abiertos, lo saludaban en la calle. Todo el mundo lo quería. No era cagador, nunca había entregado a nadie. Nunca había violado un código de ladrones. Era una buena persona haciendo cosas malas.

El día del asalto al póker uno de ellos pudo correr y escapar, Gabriel tuvo la posibilidad de dar un nombre a cambio de la reducción de pena. Eligió el silencio y los tres años de encierro.

Las visitas al Sifón para ver a su amigo Juan Carlos empezaron a ser rutinarias. El “porteño” como lo apodaban en la villa, era cuñado de Pamela. El flechazo fue instantáneo. Ya no eran esas pasadas fugases de noche. La luz del día reflejaba lo que realmente pasaba en las villas. Se le acercaban chiquitos, que apenas sabían hablar, a pedirle monedas o algo para comer.

Pamela quedó embarazada de Jonás un par de meses después de conocerse. Esta gran noticia puso en marcha la convivencia. Eligieron permanecer en el barrio de ella. De esta forma Gabriel conoció la cocina comunitaria “los Lapachos”, observaba los movimientos desde afuera nomas.  Primero eran cerca de diez pibes que aparecían a la hora de comer. Un número que iría creciendo velozmente con el paso de los días.  

Duele en el alma que un chico que debería estar jugando venga a pedirte una moneda para comer, pero ver una oleada de 200 pibes acercándose a un comedor, viendo ahí su única posibilidad de alimentarse, te destruye por dentro. Ver esa realidad despertó algo muy fuerte en Gabriel. 

Inmediatamente le nació la necesidad de ayudar. Caminaba desde el sifón hasta la casa de su madre, pasaba por el Trula, el Echeverría y el Barrio Viamonte llorando todo el tiempo.

- “Lloraba por la calle, era durísimo, la gente no tiene idea como se vive ahí. Es realmente muy triste”.

Las cosas empezaron a cambiar de a poco. Pamela fue más que clara:

- “No te quiero ver ni preso ni muerto, o dejás esa vida o te perdés de nuestro hijo y de mí. Yo a la cárcel no voy a ir a visitarte”.

 Vivió toda su vida rodeada de delincuentes. Los ladrones siempre prometen a los suyos que a ellos nunca les va a pasar nada. Pero a la larga terminan cayendo presos o abatidos por una bala.

Frases cortas y contundentes. Personas reales, de carne y hueso.  Un niño en la panza, una vida por llegar, una nueva oportunidad de mejorar lo que hizo mal y poner primera a una nueva vida.  

Mientras la partera cortaba el cordón que unía a Pamela con Jonás, una sonrisa sin precedentes decoraba la cara de “Gaby”, el amor invadía sus ojos. El llanto del bebé era el más poderoso de los despertadores. Era una señal de un nuevo comienzo. Se acordó de todo. Del abandono de su padre, de la calle, de la panadería, de la cárcel, de los tiros, de las drogas. Todo, pero absolutamente todo se cruzó por su cabeza en apenas unos segundos. Se imaginó a su hijo teniendo que visitarlo en Villa Urquiza o simplemente llevándole flores al cementerio.

Se acercó al comedor ofreciendo su ayuda y predisposición. Irma Monroy, la encargada del lugar, lo recibió con los brazos abiertos. En un comienzo se encargaba de escribir en el cuaderno de rendiciones. Ahí se anotaba todo lo que llegaba por donaciones o por ayudas del gobierno. También hacia las notas para presentar pidiendo recursos, elementos de cocina y materia prima. Ningún integrante de la cocina ganaba plata. Todo lo que entraba era para la comida de los chicos. 

Su primer trabajo pago luego de dejar la vida de calle fue en la fotocopiadora de la facultad de Filosofía y Letras, 12 horas por día. Salía de ahí y se iba al comedor.

Junto a sus compañeros de los “Lapachos “implementaron las meriendas, hasta eso momento solo servían el almuerzo. Cada día se acercaban más niños a comer ahí.

Por su parte, las mujeres del Sifón, en su mayoría viudas o con sus parejas en cárcel, iniciaron un emprendimiento  de elaboración y venta de mermeladas. "Sabe a villa" era el nombre del naciente producto.

Siempre que todo venía bien, pasaba algo. Era una especie de mala racha eterna. Hugo, dueño de la fotocopiadora 300, lo citó en privado para comunicarle que ya no requerían de sus servicios ahí.

Empezó a ganar unos mangos haciendo “changuitas” en su moto para el comedor. Tenía más horas libres y empezó a animarse a cocinar. Pamela también se sumó al proyecto así que ambos se la pasaban cocinando para los chicos. Le apareció una oportunidad en una casa de repuestos de autos como vendedor. Trabajaba de 08 a 13 y de 16 a 21 horas, no le duraría mucho ya que estaba cubriendo las vacaciones de un experimentado vendedor.

 El “Sifón” contaba con la presencia y asistencia de trabajadoras sociales y psicólogas. Entre ellas estaba josefina, una psicóloga de 33 años, llegaba siempre en una bicicleta playera roja con sus pelos rubios desordenados por el viento.

- “Era sumamente inteligente, le sobraban recursos”.

Desde el primer día que lo conoció vio algo especial en él, le llamaba la atención con la claridad que afrontaba las situaciones delicadas que solían vivirse en el barrio. Una persona despierta. En la calle hay personas muy capaces, pero al no tener las condiciones materiales o las posibilidades de estudio terminan desaprovechando esas cualidades.

“Gabriel tiene el poder de salirse de su cuerpo y mirarse desde afuera. Tiene un don “.

Sobran ejemplos de chicos que al adentrarse en la delincuencia y las adicciones caen en un terreno de pérdida y desencuentro, quedándose nulos de posibilidades de introspección.

- “Están como tomados por la situación”.

Josefina era de involucrarse de lleno en su trabajo, tomaba mates con ellos, comía lo que le ofrecían, abría su corazón, no tenía prejuicios.   

Una tortilla de acelga, con cebollitas doradas en manteca era el menú elegido para la jornada. La psicóloga, Yrma y Gabriel sentados en la mesa chica. De fondo dos tablones repletos de niños sonrientes.  Un solo bocado bastó para crear una oportunidad.

El ángel de la bici le llamaban ahí. Hasta tenía su propio dibujo en una pared. Un mural enorme de una chica rubia en una bici roja. Uno de los tres hermanos varones de josefina era dueño del bar cultural Aureliano Buendía ubicado en calle Córdoba al 1059. La charla entre ellos duraría un par de minutos, los necesarios para el sí. Gabriel empezó a trabajar allí al día siguiente. Su primer rol fue el de lava copas. De 18 a 03 horas. 

- “Tengo un chico del Sifón, es muy buena gente. Se le ve en los ojos”.

 Estaba aprendiendo a cocinar para los chicos de un barrio. Estuvo preso, era ladrón, ella confiaba en poder reinsértalo en el mundo laboral. El dueño del negocio aceptó el desafío sin siquiera dudarlo.

Su andar en el bar homenaje a Gabriel García Márquez  fue de menor a mayor y su crecimiento fue muy veloz. Lavaba la vajilla, pelaba las papas y exprimía los limones. Entraba antes que todos y se iba al último. Nunca llegaba tarde. Cobraba por día así que siempre llegaba a su casa con plata.

Franco, el jefe de la cocina, era de esos chefs que aman cocinar, pero que también disfrutan enseñar.  A su lado fue aprendiendo los secretos de la gastronomía. A los dos meses escaló a ayudante. Mejoró su sueldo y empezó a salir una hora antes. Este trabajo le permitía tener toda la mañana y parte de tarde para seguir colaborando en el barrio.

Su crecimiento en el rubro fue exponencial. A los dos años Franco abandona su puesto y los dueños no salen a buscar un reemplazo, le dejan el lugar de jefe de cocina a Gabriel.

Corría el año 2010 cuando sintió que su ciclo en ese bar llegaba a fin. Trabajar a 75 grados de calor, llegar a su casa tan tarde y arrancar temprano al día siguiente lo fueron desgastando. Tuvo la suerte de ser recibido nuevamente en la casa de repuestos y volver a horarios de trabajo más normales.

En los “Lapachos” ya servían desayuno, merienda y cena. Trabajaban más de 25 personas bajo la tutela de Irma y con gran apoyo del gobierno de turno. 

Abigail y Francisco ya habían llegado a este mundo haciendo a Gabriel padre de tres hijos. Los días pasaban y el cada día se sentía más comprometido con el hambre ajena. Su experiencia en las cocinas le dio la posibilidad de ser contratado por una pizzería para hacer el diseño de la carta y trabajar en una parrillada.

Su pasión por la gastronomía crecía así que decidió acercarse al instituto IGA para tener su título de chef.

 - “Primera vez que estudié de verdad en mi vida y lo logré, me recibí.

Cada cosa que aprendía la implementaba en el comedor inmediatamente.

En paralelo y mostrando su compromiso con la causa. Inauguraron “la casa de los pibes” buscando darles contención a los chicos con adicciones. De la mano de su suegra llegó el CIC, creadores de esperanza, para instalarse en el Sifón. El hambre ya no era el principal problema en el barrio, ahora son las adicciones, se mueren pibes por las drogas. En otro sector trabajan con los más pequeños haciendo prevención para asegurarse que no vayan a caer en alguna adicción.

- “La generación del 2001 ya está perdida”

 Con todo el dolor que le genera decirlo, son conscientes de que tienen hijos y hay que empezar a  apuntar a ellos. A trabajar para que tengan un buen futuro.   El secretario de Articulación Territorial y Desarrollo Local, Francisco Navarro, trabaja codo a codo con ellos, apoyando en cada cosa que necesiten. “Chiqui” es vecino de la zona y entiende con claridad la situación que atraviesa la gente del barrio y por eso de su boca siempre sale un si como respuesta.

El título que acompaña hoy a Gabriel es el de Técnico de territorio de la secretaria de estado.

También es supervisor de cocinas comunitarias tanto en San Miguel de Tucumán como en Yerba Buena, La Banda del rio salí, Famaillá, los Ralos entre otros.

Algunos fines de semana son contratados para brindar servicios de catering en eventos privados algo que los ayuda mucho económicamente.

Todos sus hijos van al colegio. Ninguno de ellos anda en la calle. Él se equivocó y ya lo pagó. Les abrió el horizonte a los suyos, les marcó el camino.

Primero de enero, aun sonaban algunos parlantes de esos vecinos que no tienen fin. Pamela y Jonás dormían.   Las angustias de analizar el año que acababa de pasar eran un peso para él y a su vez presentía frustración para el que empezaba. Poco trabajo, un país destruido, miedo por su hijo. Una época muy dura, se sentía sin fuerzas, deprimido, sin respuestas. Exaltó su estado de ánimo con una línea de cocaína, agarró la única pistola que le quedaba de aquella época en que su esposa lo había obligado a tirarlas a todas. Salió a la vereda y se sentó en el cordón.

Un plato de comida caliente a cambio de una sonrisa de oreja a oreja 

“Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y empezar de nuevo”

Julio Cortázar




Juan Fajre











  












































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